martes, 5 de junio de 2012

Avenida Langeweile

     Aceras mojadas, escaleras mojadas y puertas mojadas. Sobre el olor a neumático y humedad se yergue la mañana, luciendo tan acorde que se ha limitado a teñir el aire de blanco y gris, reservándose para sí el sol. La Avenida Langeweile es más claustrofóbica cuando el cielo imita el color de sus edificios, de sus paredes. Es otro pasillo más de los cientos de entrecruzados corredores de la ciudad, que ascienden y descienden serpenteando, hundidos en hormigón y ladrillo. La Avenida Langeweile es todas las calles, desemboca en todas las calles. Por la Avenida Langeweile se arrastran todas las suelas. No hay huella que no perviva en la Avenida, porque todas las manos del mundo esperan en Langeweile. Todas la recorren sin saber que, en realidad, lo que buscan es salir.

     La pronunciada cuesta de la Avenida resbala en invierno. En el asfalto, la capa de humedad que el aguacero de la noche anterior ha dejado no tarda en congelarse, convirtiéndola en una verdadera trampa para todo aspirante a atravesarla sin suficiente cuidado. Una trampa universal. La pendiente comunica, entre otras muchas zonas, con una plaza de piedra ya transitada desde primera hora de la mañana. No hay fuente ni esculturas, solo bancos en sus extremos. La plaza da más impresión de recibidor, que de plaza. Al fondo de la explanada, puede contemplarse cómo se eleva pesadamente un considerable edificio pálido. Se trata de la razón de la gran cantidad de visitas y caídas por la pendiente en aquel extremo de Langeweile. Son pasos largos y prietos los que logran golpear el resbaladizo granito, revestidos de negro o marino, encapuchados de gabardinas oscuras. Decenas de hombres delgados y altos, con relucientes y comprimidas cabelleras de charol, pasean sus sombreros y maletines de cuero a gran velocidad. Decenas de ojos fijos en el mármol del edificio Langeweile han puesto en él su destino, sin apartar ni un punto sus pupilas. Decenas de maniquís carentes de párpados, a toda velocidad, surcan el hielo sin reparar siquiera en la inestabilidad de sus vertiginosas zancadas. La entrada de El Edificio, tan grande a pesar de su lejanía, observa desde elevada altura, desafiante y displicente, a todos aquellos que se le acercan. Así, hasta su puerta, revestido el marco con adornos aparentemente jónicos, se elevan escaleras blancas, con vetas grises y manchas de impasibles botines que casi las sobrevuelan. Como un embudo funciona el tiempo, atrayendo filas, filas y columnas de caballeros, horriblemente similares. Todo Langeweile parece entrar, una y otra vez, en el mármol. Entra sin parar. Todo Langeweile, sin terminarse nunca, con su trajín y sus máscaras, con sus ojos helados y fijos. 

     Esconde el mármol fuego en la fosa Langeweile.