jueves, 31 de octubre de 2013

Adulta

(Recomiendo leer rápido por aportarle realismo, así lo he pensado cuando escribía, al asunto)



Volviendo hacia el piso, llaves en mano, me sentí primero adulta, y luego sola y egoísta. Cuanto más sola me hacía (me hacía muy sola, demasiado sola), más egoísta quería ser. Tan abandonada me veía, que subiría, lloraría y me echaría a dormir media hora, porque sí. Era autónoma: nadie iba a pedirme explicaciones. Dormiría y lloraría con la puerta abierta o cerrada y no iba a recoger mi cuarto. Cuanto más egoísta quería ser, tenía más necesidad de serlo. Bajaba, llaves en mano, ansiosa. Iba a recorrer así aquella cuesta infinidad de veces, aquella cuesta que ahora iba a ser un poco más mía. La poseería como poseo todos los objetos que amueblan mi rutina. Estaba siendo muy adulta yo, sola con mi rutina y mi calle y mi casa, bajando mi avenida con mis llaves en mano. Iba a tener que ser mucho más adulta cuando tuviera que bajarla a la octingentésima vez. Iba a acabar harta de ser tan adulta y tan egoísta y tan sola. Más harta a la octingentésima vez que ahora, que ya estaba harta. Subiría, lloraría y dormiría, para despertarme y para pensar qué hacer después, qué genialidad adulta y egoísta me entretendría. Haría todo eso de forma autónoma, al menos. Podría mirar por la ventana o estudiar o caminar, o quizás leer o beberme una o mil cervezas autónomamente. Hay cientos de cosas que hacer para ocupar el tiempo, pero inevitablemente todas ellas iban a estar destinadas a ocupar el tiempo. Querría seguir durmiendo para no esperar. Pero al pensar en eso, bajando la calle, fui consciente del engaño de dormir: otra artimaña para llegar al final del día sin verlo y sin verme. De esa manera no se puede dormir. Mejor dicho, no se puede despertar, porque aun llegando al final del día, luego está el día siguiente y tener que volver a esperar más después de bajar otra vez aquella calle, llaves en mano, veinticuatro horas después, y luego cuarenta y ocho u ochocientas o las que sean, después de llorar y dormir. Pero es que resulta que volviendo hacia el piso, llaves en mano, pensaba en que subiría, lloraría y dormiría, y no querría despertarme después, porque me preguntaría qué es lo que hacen las personas adultas y solas y egoístas cuando esperan. Luego, habiendo vuelto a ser yo, me preguntaría qué haría cualquiera.

lunes, 21 de octubre de 2013

Desde la ventana

Es reconfortante la sensación de haber terminado temprano las tareas y pasar el resto del día sentada, observando por el balcón. Me gusta abrigarme y abrir las ventanas para respirar el aire frío que desprenden estas horas. Entonces yo me siento en la butaca y miro al cielo, no a la calle. Para mi sorpresa, hoy ha sobrevolado los tejados de la ciudad una bandada de pájaros. Sus siluetas dibujaban una flecha, una flecha perfecta.

              Sentir que el tiempo abandona poco a poco mi cuerpo sin poder hacer nada para evitarlo me intranquiliza. Aquí, sentada, observando, me atormenta la sensación de dejar escapar, minuto a minuto, bocanadas de aire que ya nunca habrán sido liberadas por nada ni por nadie. De todas formas, observo. A las siete y cuarto de la tarde las paredes de la azotea de enfrente se tornan anaranjadas y es cuando yo veo la puesta de sol reflejada en sus muros, hasta que todo se vuelve oscuro. Vivo en el piso más alto, por eso las azoteas de los inmuebles contiguos están al alcance de mis ojos. Me pregunto si el resto de edificios de esta ciudad tendrán, como el de enfrente a mi casa, una terraza encima. Es una especie de habitación sin paredes cubierta por un tejado rojo con la estrella de David agujereada en sus extremos. Cubiertas por él, hay mesas y sillas y muchísimas, muchísimas plantas. Pero nunca he visto a nadie. También me pregunto a menudo si en el techo de mi edificio habrá alguna azotea así.

                El otro día, varias casas más allá, me fijé en una mujer sentada en un tejado. Fumaba apoyada en la chimenea. Y aquello me encantó. También anochecía, igual que hoy. Me gustaría poder sentarme en el tejado, en lugar de esperar aquí dentro, al terminar mis tareas. Miré adonde estaba aquella mujer durante mucho rato. Supongo que pretendía que hiciera algo. Que hiciera ella algo o que se me ocurriera hacer algo a mí.


                Ahora, la terracita con el tejado judío apenas está iluminada. Sus paredes brillan con una tonalidad rojiza y brillarán así hasta que se apaguen. Luego, el cielo será rosa pastel y más tarde también se apagará. La mujer de varios tejados más allá no ha salido a fumar hoy, ni a apoyarse en la chimenea. De todos modos, si le diera por salir dentro de un rato seguramente ya no podría verla. En su lugar, hay antenas y está la cruz de la iglesia de la plaza de al lado. Como siempre. También se puede distinguir a un enanito de jardín colocado justo al borde de otro edificio.