viernes, 30 de mayo de 2014

Inicio de mi novela "La derrota y la música"

Antes de nada, aclarar que este es un relato FICTICIO.


La tarde había pasado, pero del mismo modo en que podría no haber ocurrido nada. Permanecer entre cuatro paredes, fotocopias delante y ojos cansados durante un día entero es agotador. Además, la tristeza suele invadirme en las últimas horas de luz. Es ineludible; el tiempo me abandona, yo me desentiendo de mí misma y ya solo queda el remordimiento.

Sentía la irresponsabilidad como carcoma. Nada provechoso había salido de mí; ni tranquilidad, siquiera. Y así, alargando esa inactividad caótica, agotadora y culpante, escuché chirriar la puerta del portal. El golpe seco, al cerrarse, me sobrecogió, y sentí congelarse la espalda. Me aproximé silenciosamente al cristal de la ventana del pasillo. Sí, alguien entraba: cuatro pitidos de cuatro dígitos, al marcarse, treparon hasta mi vivienda. El pomo de la doble entrada de abajo había cedido a la presión dejando escapar un chasquido. Sería él. Sí, seguramente, fuera él.

Corrí frenética a mi habitación, deseando equivocarme, cerrando la puerta tras de mí. Mi vergüenza por esa infantil reacción apenas duró el tiempo de volver a abrirla. Qué importaba encerrarme, él sabría que estaría allí: la luz, la cerradura, el balcón abierto. Todo me delataba. Me precipité pasillo adelante. Tenía los pies descalzos y mis manos temblaban. ¿Y las llaves? ¿Y la cartera? No iba a llegar a tiempo, no iba a poder cerrar. Pero quizás, deseé, fuera otra persona y no él; un vecino, una visita, el cartero o el del butano. Entré en la primera habitación a mi paso. La cocina. El ascensor trepaba ya por el patio de luces: primero, segundo, tercero. A cada metro que subía, parecía que fuera a detenerse; pero no, no lo hacía. Se aceraba. Cuarto. Era mi última oportunidad. Quinto. Las posibilidades menguaban y yo no recordaba el paradero de mis llaves. “En el rellano hay cuatro puertas”, pensé. Dos estaban escaleras arriba; dos, al otro lado de una portezuela. Una de las últimas era la mía. Aunque en el fondo de mi mente sabía lo que iba a ocurrir, el riesgo todavía era menor. Debía mantenerme, confiar en aquello. Pero el chirrido metálico de las puertas del ascensor al abrirse precedió a una llave que giró una, dos veces; la portezuela había sido atravesada. Sí, sabía lo que iba a ocurrir y lo había sabido desde el principio.

Corrí lo más rápido que pude. Mi habitación. ¿Luz encendida? ¿Apagada? Encendida, ya daba igual, no había nada que hacer. Y es que al fin, sí, el momento había llegado: mi puerta. Una, dos, tres vueltas. Vueltas ruidosas, graves, tristes. La puerta se abrió, decidida, y esperé.

Pude imaginarlo, altivo, cerrando desagradablemente tras de sí. Pude verlo recorrer el pasillo, aproximándose. Pude incluso olerlo cuando pasó de largo. Seguí esperando, sintiéndolo recorrer el pasillo de un lado a otro, recogiendo sus prendas de ropa del tendedero, esparciendo su hedor por todas las estancias. Hasta que se encerró en el baño, silbando. Ya no estaba sola. Veinte minutos después, tapando los silbidos, el rugido de la cisterna se abrió paso hasta mis oídos. Mi compañero de piso había llegado.

martes, 27 de mayo de 2014

Desde el quinto

Por el patio de luces ya no penden gotas de lluvia: la tormenta acaba de calmarse. El silencio meteorológico permite hacerse oír al grifo de la inquilina de abajo y a algunas voces de otros vecinos, de abajo también, aunque imagino – quizás no – de distinto inmueble. Me pregunto qué ocurriría si escucharan la música de mi reproductor y, en caso de que lo hicieran, qué opinarían de mi gusto musical. Pregunta tonta porque, según tengo entendido, el sonido tiende a ascender. Y sobre el techo de mi cuarto, sólo está el cielo.

Ahora mismo (no en el sentido literal, sino últimamente), estoy leyendo un libro de Albert Camus, en el que el protagonista sentencia que tiene predilección por las alturas y que no soportaría vivir en un nivel inferior al de los demás. Imagino que, con el curso de las páginas, su conducta se verá recriminada. O no. Es difícil pronosticar nada en sus novelas. En cualquier caso, aunque no conozca todavía el motivo del autor, esta reflexión me ha hecho considerar que sea un quinto el piso en que habito. No por el frío en invierno o el calor en verano; tampoco porque la lluvia se estrelle contra mi ventana antes que contra la del resto, o que tenga menos riesgo de morir en caso de derrumbamiento.

Escudriñando el terreno desde mi ventana abierta, veo rectángulos encendidos en las plantas inferiores, la humedad del suelo, tan profundo, reflejando sus bombillas, y las plantas y tendederos repletos de paños y pinzas. A veces, adivino cabezas que se asoman y voces que ascienden charlando, riñendo, cantando. Los platos que preparan los del primero son los responsables de que se abra mi apetito antes de las nueve y son los gritos de sus hijos los que me impiden estudiar. De los suyos o de otros, no sé, pero a mí. A mí. Y ese es, justamente, el problema.

El cielo devora todas mis acciones; me impide ser vecina. Mis luces, olores, gritos… no tienen destinatario. Nacen y ascienden automáticamente. Yo no formo parte del patio. No es que tema morirme y que no encuentren mi cadáver; tampoco me molesta sufrir el ruido sin poder ejercer una venganza justa. Estos no son los motivos de mi preocupación porque lo cierto es que no soy rencorosa y, además, es una suerte tener menos insectos, humedades y olores que el resto. Se trata de mirar hacia abajo. Simplemente. Inclinar la cabeza para ver, para poder sentir. Tener que inclinarla y la vida a mis pies, que, aunque ajenos a la gravedad, no lo son al vértigo. Oteo la vida bajo el sol, sin ser tocada ni por una ni por otro.

martes, 13 de mayo de 2014

Suspensiones

I.

Me peso por dentro:
el vacío pesa,
el hambre pesa.
Las sogas pesan.




II.

Yo no lloro por tu ausencia,
lloran los pasillos de detrás.
Mis lágrimas son antiguas
y tú me miras
mojado.
Y bostezas.




III.

Mi enemigo también duerme.
Duerme.
¿Cómo pueden odiarme
unos ojos
que no miran?

lunes, 5 de mayo de 2014

Bar "La Descubierta"

La gente empapa, impregna el aire.
Siento que mi pecho no podrá inundarse.



Olor de gente,
de voces;
de idiomas en el aire caliente.



Las risas ocupan espacio.

Sudor.

Aquí no hay nada que llene mi pecho vacío.



Mis pulmones palpitan hambrientos.
Busco desesperadamente:
no hay hueco para mi respiración.



Creo que terminaré de ahogarme
justo en el momento en que todos miren.