Si volviera a contar lo que hoy ha ocurrido contaría una
historia. Buscaría el principio ya antes narrado y los medios para
desenvolverlo; lo desenrollaría como una alfombra; lo extendería en la medida
de lo posible; crearía una base cómoda sobre la que mantenerme, nunca mía.
Contar otra vez lo que hoy ha pasado sería un trabajo de
tapicería que me permitiría seguir muda.
Pero tampoco sé hablar del ahora, de mi interior. Cómo
referirme a la vorágine con unos nombres que no tiene. La oscuridad no me
permite ver las paredes y eso es un sosiego.
Oigo una respiración al lado o no la oigo.
Oigo a un perro, a una madre, a un alfredo, a mí o no oigo.
Lo que me asusta es imaginar la sensación de mañana al abrir
los ojos o despegar ahora las manos del teclado y tumbarme. Volver a las
necesidades es abarcar demasiado: la realidad tras la película, la realidad tras el papel.
No quiero esa sensación. Una página escrita y he conseguido abordar una lejanía
amarga pero agradable. El hilo somos mis dedos y yo bailando sobre las teclas. Mantengámonos.
Esta es la salvación que proporciona la escritura o no.
Yo escribo o no.
Algo me hace dudar que pueda o no ser lícito abordar esta calma,
sentir un sosiego a medias. Pero recuerdo la realidad y una responsabilidad me
asola porque yo no tengo derecho a estar en calma.
Mis dedos bailan sobre las teclas, estoy lejos. Esta
oscuridad ha dejado de ser un estómago, la historia ha pasado a leyenda. Si
contara lo que hoy ha ocurrido abordaría los hechos como la trama de un mito.
Mis dedos luchan como dragones pequeños, no saben si están aquí y yo no los veo;
la vorágine brilla lejos. El piloto rojo de la televisión se ahoga en este
estanque oscuro y sin paredes. Ya casi es invisible. Mi madre duerme.
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