Antes de nada, aclarar que este es un relato FICTICIO.
La tarde había
pasado, pero del mismo modo en que podría no haber ocurrido nada. Permanecer
entre cuatro paredes, fotocopias delante y ojos cansados durante un día entero
es agotador. Además, la tristeza suele invadirme en las últimas horas de luz. Es
ineludible; el tiempo me abandona, yo me desentiendo de mí misma y ya solo queda el
remordimiento.
Sentía la
irresponsabilidad como carcoma. Nada provechoso había salido de mí; ni
tranquilidad, siquiera. Y así, alargando esa inactividad caótica, agotadora y culpante,
escuché chirriar la puerta del portal. El golpe seco, al cerrarse, me
sobrecogió, y sentí congelarse la espalda. Me aproximé silenciosamente al
cristal de la ventana del pasillo. Sí, alguien entraba: cuatro pitidos de
cuatro dígitos, al marcarse, treparon hasta mi vivienda. El pomo de la doble entrada
de abajo había cedido a la presión dejando escapar un chasquido. Sería él. Sí,
seguramente, fuera él.
Corrí frenética a
mi habitación, deseando equivocarme, cerrando la puerta tras de mí. Mi
vergüenza por esa infantil reacción apenas duró el tiempo de volver a abrirla. Qué
importaba encerrarme, él sabría que estaría allí: la luz, la cerradura, el
balcón abierto. Todo me delataba. Me precipité pasillo adelante. Tenía los pies descalzos y mis
manos temblaban. ¿Y las llaves? ¿Y la cartera? No iba a llegar a tiempo, no iba
a poder cerrar. Pero quizás, deseé, fuera otra persona y no él; un vecino, una
visita, el cartero o el del butano. Entré en la primera habitación a mi paso.
La cocina. El ascensor trepaba ya por el patio de luces: primero, segundo,
tercero. A cada metro que subía, parecía que fuera a detenerse; pero no, no lo
hacía. Se aceraba. Cuarto. Era mi última oportunidad. Quinto. Las posibilidades
menguaban y yo no recordaba el paradero de mis llaves. “En el rellano hay
cuatro puertas”, pensé. Dos estaban escaleras arriba; dos, al otro lado de una
portezuela. Una de las últimas era la mía. Aunque en el fondo de mi mente sabía
lo que iba a ocurrir, el riesgo todavía era menor. Debía mantenerme, confiar en
aquello. Pero el chirrido metálico de las puertas del ascensor al abrirse precedió a una llave que giró una, dos veces; la portezuela había sido
atravesada. Sí, sabía lo que iba a ocurrir y lo había sabido desde el principio.
Corrí lo más rápido
que pude. Mi habitación. ¿Luz encendida? ¿Apagada? Encendida, ya daba igual, no
había nada que hacer. Y es que al fin, sí, el momento había llegado: mi puerta.
Una, dos, tres vueltas. Vueltas ruidosas, graves, tristes. La puerta se abrió, decidida, y esperé.
Pude imaginarlo,
altivo, cerrando desagradablemente tras de sí. Pude verlo recorrer el pasillo,
aproximándose. Pude incluso olerlo cuando pasó de largo. Seguí esperando, sintiéndolo
recorrer el pasillo de un lado a otro, recogiendo sus prendas de ropa del
tendedero, esparciendo su hedor por todas las estancias. Hasta que se encerró
en el baño, silbando. Ya no estaba sola. Veinte minutos después, tapando los
silbidos, el rugido de la cisterna se abrió paso hasta mis oídos. Mi compañero
de piso había llegado.
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