Debo confesármelo al menos a mí
misma: hoy, de camino a la universidad, me crucé con una docena, quizá más, de
caras conocidas. Iban circulando una tras otra, casi en fila como todos, todos, todos los días. Reconocí a la docena o más, quizá más, de caras esquivas. ¡Como
siempre! Y es que mi cara buscaba sus caras, siempre busca sus caras; mis ojos
sus ojos y hasta podría decir que mi cuerpo, sus cuerpos. Cuando ya estaba
cerca de clase, al final del camino, se me ocurrió pensar que una de las cosas que más me
entristecen es la ausencia de saludo. Y es cierto. Hasta que atravesé la puerta, no
antes, estuve convencida de que el desánimo duraría la jornada entera. ¿Cómo
puede empezarse así un día? Yo, yo misma ejecuto el no-saludo como una venganza
y, es más, podría decir que seriamente. Si no saludo a alguien, a no ser que me
despiste; es decir, si no saludo a alguien deliberadamente, mi gesto es de
traición. Y diría que una traición, además, atroz.
Hoy, hoy hubo una persona a la
que no saludé porque yo no quise. Tuve la mala suerte de, pendiente mi
cabeza de otros temas, situarme justo en el asiento de al lado, en el metro. Difícil
no saludar en esas ocasiones, un agitamiento de cabeza, un mínimo gruñido de
“anda, estás ahí”. Pero si mi no-saludo iba a ser deliberado, entonces yo debía mantener la apostura: no lo
haría. De todas formas, antes de continuar esta confesión mía, admitir que lo cierto es que una de mis
máximas, evidentemente, es devolver siempre, siempre el saludo: la educación
ha de primar. ¿Qué pierdo devolviéndolo? Lo terrible es comenzar, eso sí sería
hipócrita por mi parte.
Continúo, pues. Por muy difícil
que fuera no saludar en aquel metro, el gesto (o no-gesto) duró todo el viaje.
Quince minutos sostenidos de fingimiento, de incomodidad por mantener los ojos
pendientes de un pobre cincuenta por ciento del campo visual. ¡Qué desaprovecho! Yo,
afortunadamente, leía. Es posible que por eso no me diera cuenta de que esa
horrenda persona estaba ahí, justo en el asiento de al lado, y no por mi desastrosa cabeza. Pero esa, sí, sí, esa horrenda
persona tuvo la desfachatez de mirarme, ¡y fijamente! Entonces, yo, idiota, estúpida,
inocente; yo, en un momento dado, la miré. Reparé en mi mala educación, no pude evitarlo, y me encontré
con sus ojos deliberada, hipócritamente por mi parte. Pues, ¡caramba! Esquivó también ella mi
vista. Horrenda, horrenda esa persona. Yo no la saludé de todas formas, que
conste, porque desde el principio no quise hacerlo a pesar del pequeño ataque de debilidad. Con esto concluyo que quise ser mala y sentir el
orgullo de no saludar. Pues eso. Ridículo, ¿eh? Ah, pero no dignar a alguien
una mirada de reconocimiento, de afirmación, con toda la desfachatez del mundo… ¡Eso es negar su
presencia! Así que, sí, me vengué de ese ser malencarado y desagradecido y horrendo del metro.
Afortunadamente, el tiempo pasa. Transcurrido
el momento incómodo (apenas pude leer una sola línea del libro, obvio; mis ojos
resbalaron por las palabras como si fueran una fila de vocablos inconexos:
¡dieciséis páginas perdidas!), las cabezas conocidas siguieron pasando. El asqueroso cuerpecillo ese me adelantó, no tendría que volver a verlo hasta entrar en
clase. Ah, pero entonces, en clase, la que no se iba a dignar a mirarlo iba a ser yo. Además aún me
quedaban muchas cabezas por encontrar. Ya antes de llegar a la facultad pude cruzarme con unas cuantas y decidí continuar con mi primer y más sencillo mecanismo:
buscar su cara con mi cara, para coincidir y, bueno, o sonreír o decir algo, o
guiñar un ojo. No, más bien yo no guiño los ojos, pero sí haré gestos, supongo,
es lo natural. En fin, las caras pasaban y pasaban y pasaban, y sus ojos siempre bajos. A
pesar de que, cara con cara, la mía se reflejaba en las otras a una distancia
de diez, veinte metros. Pero, ¡nada! Cara alzada a lo lejos, cara que veía esconderse
a mi paso, bajarse, girarse, torcerse, cerrar los ojos u ocuparlos mirando a
las manos, al teléfono, ¡a cualquier maldita cosa menos a mí! ¿Y yo? Hombre, no
iba a bajar la mirada; no iba a hacerle a nadie lo mismo, además que ya me
habían pillado mirando. Ridículo, ¿eh? Ridículo, ridículo, ridículo, claro. ¿Cómo iba a cruzarme
con nadie si nadie se ha cruzado conmigo? ¡Ah, pero tengo que confesar que ha ocurrido!
En fin, reconozco que me irrité.
El saludo, el gesto de reconocer la existencia del otro, ese tan, tan importante...
Recordé como un apoyo a mi ira que precisamente el martes, esta misma semana,
un anciano me saludó y yo no lo conocía. Ese gesto anónimo me alegró la tarde: iba a la
librería, pájaros, aquel barrio tan bonito y, encima, ese anciano simpático, ¡pues qué
felicidad! Por eso, por eso no podía, a pesar de no ser yo un anciano tan simpático, privar a nadie
de este gesto. La gente es terrible y por eso me irrité, ¡me irrité muchísimo! No se merecían mi buena voluntad, así que me decidí: obligaría a la próxima cabeza—habrían pasado ya nueve, diez cabezas conocidas más—a
reparar en mí a la fuerza. Fue en aquel instante cuando aparecieron esas chicas, las que van
conmigo a clase, justo en la clase siguiente, sí, para la que quedaban escasos cinco minutos.
Imposible que no me saluden si total íbamos a reunirnos pronto. Ah, sería
hasta embarazoso por su parte negarme algo así, conque me envalentoné. Iban por
delante de mí y agilicé el paso. “¡Hola!”, dije sonriente, intentando
mostrar un gesto de cansancio, como si implícitamente me refiriera con una vagancia divertida al par de aburridas horas que enseguida compartiríamos. Ellas, que
ya estaban hablando, siguieron hablando. Agilicé aún más el paso; estaba completamente
a su altura pero nadie, nadie se giró. Prácticamente, entonces, corrí. Ya no quería ir más
a su altura.
Bueno, el edificio de la facultad
estaba enfrente y la tristeza era inminente. Mi último intento, el último y no dignaría
con mi saludo a nadie más. Mi moral tenía que salir indemne. Y un chico bajó
las escaleras, era aquel que había ido a mi clase de italiano el año pasado. Todos
se reían de él por cómo vestía y hablaba, así que siempre me preguntaba a mí las dudas que la lección pudiera suscitar. Yo,
la comprensiva… ¿No le hubiera hecho incluso un favor, yo, dirigiéndole el
saludo esta mañana? Claro, era infalible, así que levanté la cabeza: el destino
se arreglaría al final. “¡Hola, qué hay!”. Él no hablaba con nadie, no había
ruido como para que no me escuchase, no portaba objetos en las manos. Y así, el tipo este miró al frente, más todavía, y siguió andando. Yo me había parado
delante de él, bajo las escaleras; yo, la comprensiva, la generosa repartidora
de saludos a todas esas personas estúpidas y asquerosas. Pues subí a clase; yo, la
inexistente, la que no podrá afirmar ante nadie que se ha cruzado con docenas y docenas de apestosas cabezas esta mañana.
Me senté en el pupitre, ¡y me saludaron! Sí, ya, ya estaba en clase. Bueno, pues saludé, saludé para no
privar a nadie de ese saludo mío tan valioso. He de decir que todavía no sé qué haré mañana con él.
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