El suelo se extiende de modo
distinto según el día. Según el día las huellas de los pies están impresas en
él ya antes de que uno pueda emprender el camino. Pisadas dibujadas en el suelo
como piedrecitas sobre el río, como pequeñas boyas para sortear la corriente.
Camino marcado, repleto de ayudas: no hace falta pensar, es el suelo quien guía.
Otras veces profundo, hondo y
oscuro, el suelo es un horizonte. Una pendiente infinita, en vertical u
horizontal. Miles de pasos rápidos, más rápidos, frenéticos; una carrera
sudorosa, torpe y jadeante tras él. Un suelo que dura un día entero de
arrastrarse, de abrazarlo queriendo notarlo pasar, discurrir bajo el pecho y
las manos y las palmas de los pies. Pero el suelo no avanza, ni araña, ni roza.
No se sangra. Suelo-de-no-caminar.
O una isla desierta, un islote mínimo
de suelo de no poder escapar: una baldosa. Exterior infinito, amenazante; presión de quien
vive arrinconado por lo ajeno. O por ejemplo, si no, tal vez el suelo pueda ser
un barco de papel o de vela, la huida rápida de un cuerpo inerte. Uno debe ser consciente de su incapacidad para frenar o dirigir el recorrido. O si no una ducha
fría, densa: el propio suelo sabe ser el medio del mar, un laberinto de agua
infinita. Apartándose a brazadas, el suelo ahogando, entrando por la boca y los
orificios de la nariz; suelo que obliga a mantenerse a flote y que amenaza con
la muerte.
Suelo, por qué no, para saltar y pasear y
sentarse. O suelo sobre el que acostarse tranquilo y dormir. Suelo que tiembla
y que tira: terremoto. Suelo del salón oscurecido por la noche o del amarillento
color de las bombillas. O el del portal, decorado con puntos de luz: formas de
cristal, de colores claros que proyecta la puerta de la entrada. Suelo de cemento,
de basura, de heridas. Suelo de mendigos o de niños o papeles o hierba. Suelo
para no caerse pero sobre el que se cae. Suelo que permite o no
levantarse.
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