martes, 27 de mayo de 2014

Desde el quinto

Por el patio de luces ya no penden gotas de lluvia: la tormenta acaba de calmarse. El silencio meteorológico permite hacerse oír al grifo de la inquilina de abajo y a algunas voces de otros vecinos, de abajo también, aunque imagino – quizás no – de distinto inmueble. Me pregunto qué ocurriría si escucharan la música de mi reproductor y, en caso de que lo hicieran, qué opinarían de mi gusto musical. Pregunta tonta porque, según tengo entendido, el sonido tiende a ascender. Y sobre el techo de mi cuarto, sólo está el cielo.

Ahora mismo (no en el sentido literal, sino últimamente), estoy leyendo un libro de Albert Camus, en el que el protagonista sentencia que tiene predilección por las alturas y que no soportaría vivir en un nivel inferior al de los demás. Imagino que, con el curso de las páginas, su conducta se verá recriminada. O no. Es difícil pronosticar nada en sus novelas. En cualquier caso, aunque no conozca todavía el motivo del autor, esta reflexión me ha hecho considerar que sea un quinto el piso en que habito. No por el frío en invierno o el calor en verano; tampoco porque la lluvia se estrelle contra mi ventana antes que contra la del resto, o que tenga menos riesgo de morir en caso de derrumbamiento.

Escudriñando el terreno desde mi ventana abierta, veo rectángulos encendidos en las plantas inferiores, la humedad del suelo, tan profundo, reflejando sus bombillas, y las plantas y tendederos repletos de paños y pinzas. A veces, adivino cabezas que se asoman y voces que ascienden charlando, riñendo, cantando. Los platos que preparan los del primero son los responsables de que se abra mi apetito antes de las nueve y son los gritos de sus hijos los que me impiden estudiar. De los suyos o de otros, no sé, pero a mí. A mí. Y ese es, justamente, el problema.

El cielo devora todas mis acciones; me impide ser vecina. Mis luces, olores, gritos… no tienen destinatario. Nacen y ascienden automáticamente. Yo no formo parte del patio. No es que tema morirme y que no encuentren mi cadáver; tampoco me molesta sufrir el ruido sin poder ejercer una venganza justa. Estos no son los motivos de mi preocupación porque lo cierto es que no soy rencorosa y, además, es una suerte tener menos insectos, humedades y olores que el resto. Se trata de mirar hacia abajo. Simplemente. Inclinar la cabeza para ver, para poder sentir. Tener que inclinarla y la vida a mis pies, que, aunque ajenos a la gravedad, no lo son al vértigo. Oteo la vida bajo el sol, sin ser tocada ni por una ni por otro.

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