miércoles, 6 de mayo de 2015

El gesto

Debo confesármelo al menos a mí misma: hoy, de camino a la universidad, me crucé con una docena, quizá más, de caras conocidas. Iban circulando una tras otra, casi en fila como todos, todos, todos los días. Reconocí a la docena o más, quizá más, de caras esquivas. ¡Como siempre! Y es que mi cara buscaba sus caras, siempre busca sus caras; mis ojos sus ojos y hasta podría decir que mi cuerpo, sus cuerpos. Cuando ya estaba cerca de clase, al final del camino, se me ocurrió pensar que una de las cosas que más me entristecen es la ausencia de saludo. Y es cierto. Hasta que atravesé la puerta, no antes, estuve convencida de que el desánimo duraría la jornada entera. ¿Cómo puede empezarse así un día? Yo, yo misma ejecuto el no-saludo como una venganza y, es más, podría decir que seriamente. Si no saludo a alguien, a no ser que me despiste; es decir, si no saludo a alguien deliberadamente, mi gesto es de traición. Y diría que una traición, además, atroz.


Hoy, hoy hubo una persona a la que no saludé porque yo no quise. Tuve la mala suerte de, pendiente mi cabeza de otros temas, situarme justo en el asiento de al lado, en el metro. Difícil no saludar en esas ocasiones, un agitamiento de cabeza, un mínimo gruñido de “anda, estás ahí”. Pero si mi no-saludo iba a ser deliberado, entonces yo debía mantener la apostura: no lo haría. De todas formas, antes de continuar esta confesión mía, admitir que lo cierto es que una de mis máximas, evidentemente, es devolver siempre, siempre el saludo: la educación ha de primar. ¿Qué pierdo devolviéndolo? Lo terrible es comenzar, eso sí sería hipócrita por mi parte.


Continúo, pues. Por muy difícil que fuera no saludar en aquel metro, el gesto (o no-gesto) duró todo el viaje. Quince minutos sostenidos de fingimiento, de incomodidad por mantener los ojos pendientes de un pobre cincuenta por ciento del campo visual. ¡Qué desaprovecho! Yo, afortunadamente, leía. Es posible que por eso no me diera cuenta de que esa horrenda persona estaba ahí, justo en el asiento de al lado, y no por mi desastrosa cabeza. Pero esa, sí, sí, esa horrenda persona tuvo la desfachatez de mirarme, ¡y fijamente! Entonces, yo, idiota, estúpida, inocente; yo, en un momento dado, la miré. Reparé en mi mala educación, no pude evitarlo, y me encontré con sus ojos deliberada, hipócritamente por mi parte. Pues, ¡caramba! Esquivó también ella mi vista. Horrenda, horrenda esa persona. Yo no la saludé de todas formas, que conste, porque desde el principio no quise hacerlo a pesar del pequeño ataque de debilidad. Con esto concluyo que quise ser mala y sentir el orgullo de no saludar. Pues eso. Ridículo, ¿eh? Ah, pero no dignar a alguien una mirada de reconocimiento, de afirmación, con toda la desfachatez del mundo… ¡Eso es negar su presencia! Así que, sí, me vengué de ese ser malencarado y desagradecido y horrendo del metro.


Afortunadamente, el tiempo pasa. Transcurrido el momento incómodo (apenas pude leer una sola línea del libro, obvio; mis ojos resbalaron por las palabras como si fueran una fila de vocablos inconexos: ¡dieciséis páginas perdidas!), las cabezas conocidas siguieron pasando. El asqueroso cuerpecillo ese me adelantó, no tendría que volver a verlo hasta entrar en clase. Ah, pero entonces, en clase, la que no se iba a dignar a mirarlo iba a ser yo. Además aún me quedaban muchas cabezas por encontrar. Ya antes de llegar a la facultad pude cruzarme con unas cuantas y decidí continuar con mi primer y más sencillo mecanismo: buscar su cara con mi cara, para coincidir y, bueno, o sonreír o decir algo, o guiñar un ojo. No, más bien yo no guiño los ojos, pero sí haré gestos, supongo, es lo natural. En fin, las caras pasaban y pasaban y pasaban, y sus ojos siempre bajos. A pesar de que, cara con cara, la mía se reflejaba en las otras a una distancia de diez, veinte metros. Pero, ¡nada! Cara alzada a lo lejos, cara que veía esconderse a mi paso, bajarse, girarse, torcerse, cerrar los ojos u ocuparlos mirando a las manos, al teléfono, ¡a cualquier maldita cosa menos a mí! ¿Y yo? Hombre, no iba a bajar la mirada; no iba a hacerle a nadie lo mismo, además que ya me habían pillado mirando. Ridículo, ¿eh? Ridículo, ridículo, ridículo, claro. ¿Cómo iba a cruzarme con nadie si nadie se ha cruzado conmigo? ¡Ah, pero tengo que confesar que ha ocurrido!


En fin, reconozco que me irrité. El saludo, el gesto de reconocer la existencia del otro, ese tan, tan importante... Recordé como un apoyo a mi ira que precisamente el martes, esta misma semana, un anciano me saludó y yo no lo conocía. Ese gesto anónimo me alegró la tarde: iba a la librería, pájaros, aquel barrio tan bonito y, encima, ese anciano simpático, ¡pues qué felicidad! Por eso, por eso no podía, a pesar de no ser yo un anciano tan simpático, privar a nadie de este gesto. La gente es terrible y por eso me irrité, ¡me irrité muchísimo! No se merecían mi buena voluntad, así que me decidí: obligaría a la próxima cabeza—habrían pasado ya nueve, diez cabezas conocidas más—a reparar en mí a la fuerza. Fue en aquel instante cuando aparecieron esas chicas, las que van conmigo a clase, justo en la clase siguiente, sí, para la que quedaban escasos cinco minutos. Imposible que no me saluden si total íbamos a reunirnos pronto. Ah, sería hasta embarazoso por su parte negarme algo así, conque me envalentoné. Iban por delante de mí y agilicé el paso. “¡Hola!”, dije sonriente, intentando mostrar un gesto de cansancio, como si implícitamente me refiriera con una vagancia divertida al par de aburridas horas que enseguida compartiríamos. Ellas, que ya estaban hablando, siguieron hablando. Agilicé aún más el paso; estaba completamente a su altura pero nadie, nadie se giró. Prácticamente, entonces, corrí. Ya no quería ir más a su altura.



Bueno, el edificio de la facultad estaba enfrente y la tristeza era inminente. Mi último intento, el último y no dignaría con mi saludo a nadie más. Mi moral tenía que salir indemne. Y un chico bajó las escaleras, era aquel que había ido a mi clase de italiano el año pasado. Todos se reían de él por cómo vestía y hablaba, así que siempre me preguntaba a mí las dudas que la lección pudiera suscitar. Yo, la comprensiva… ¿No le hubiera hecho incluso un favor, yo, dirigiéndole el saludo esta mañana? Claro, era infalible, así que levanté la cabeza: el destino se arreglaría al final. “¡Hola, qué hay!”. Él no hablaba con nadie, no había ruido como para que no me escuchase, no portaba objetos en las manos. Y así, el tipo este miró al frente, más todavía, y siguió andando. Yo me había parado delante de él, bajo las escaleras; yo, la comprensiva, la generosa repartidora de saludos a todas esas personas estúpidas y asquerosas. Pues subí a clase; yo, la inexistente, la que no podrá afirmar ante nadie que se ha cruzado con docenas y docenas de apestosas cabezas esta mañana. Me senté en el pupitre, ¡y me saludaron! Sí, ya, ya estaba en clase. Bueno, pues saludé, saludé para no privar a nadie de ese saludo mío tan valioso. He de decir que todavía no sé qué haré mañana con él.

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