jueves, 5 de julio de 2012

Hans


El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español cuando empezó. La facilidad para los idiomas que suele cracterizar a estos extranjeros supuso, en cambio, la adquisición de las nociones básicas de castellano en pocas semanas. Eso fue lo que me dijo cuando lo conocí. Recuerdo lo divertido que me había resultado escucharlo charlar de actualidad (asombrosamente, sabía todo lo que ocurría en el país) con aquel acento extraño, que se mantenía hablase la lengua que hablase. He de confesar que, así como he olvidado su país de procedencia, lo mismo ha ocurrido con su nombre. Por ello, lo llamaré Hans.

Me crucé con Hans en mi quinta etapa del Camino de Santiago, cuando él llevaba meses andando. Me atrae la gente poco corriente y, como ver a un anciano gordo con melena hasta el pecho y camisas extravagantes lo es, accedí a charlar con él. Al tiempo que supe de su necesidad de contacto humano, caí en la cuenta de mi error. Lo sorprendente que este hombre pudo haberme parecido algunas horas, se desvaneció al cabo de días soportando el martilleo de su voz en mis oídos y el roce sus pasos tras los míos. No solo eso, su coronilla lampiña relucía frente a mí en la mesa de cada restaurante, en la habitación de cada albergue, ¡casi hasta en cada taza de retrete en la que me sentaba! Únicamente se separaba cuando aparecían mujeres, cosa que me enojaba porque el logro de mantenerlo alejado no me pertenecía, siendo ésa mi entregada misión. Pero me irritaba más que, al hacerle el vacío, me mirase, fijamente, sonriendo. Ocurría cuando ahuyentaba a cualquier persona con la que yo tratara de conversar. Me miraba después con brillo en los ojos y hasta en las gafas, con los labios húmedos de viejo y con su pelo chorreante de yo qué sé qué. Me miraba y pedía mi mismo menú, se detenía en mi mismo claro y hablaba a mi manera. Me sonreía al levantarme, vestirme, lavarme... ¡Ni en las duchas se separaba! El crujido de las hojas bajo sus botas se fue haciendo más insoportable, el camino se fue haciendo más cansado. Pero, si me detenía, su voz de flauta lo hacía conmigo. Y me miraba y me hablaba de actualidad. Me miraba y me decía "Opino que, sé que, conozco a, intuyo que". Creía animarme con palmaditas, cuando si pensaba en abandonar era por su culpa. Y, sin embargo, lo peor, lo que más me ha fastidiado tras esa larga cantidad de semanas interminables, lo que verdaderamente consiguió sacarme de mis casillas fue que, un día, se marchó.

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