viernes, 20 de febrero de 2015

Crónicas de un encierro




El edificio de enfrente brilla. Es una pared con formas, relieves, detalles. Las manchas del sol se distribuyen como luces y sombras. Imagino que las hendiduras de los ladrillos son las huellas de alguien que los ha redondeado, que los ha tallado como se labran cubos de barro o de plastilina. La calle serpentea debajo, se aleja y gira en tres direcciones distintas. Sé adónde llevará cada una de ellas. Coches, personas, basura. Sé adivinar su serpenteo y sus giros sin asomarme a la terraza; sé dibujar la fachada del edificio de enfrente sin desviar siquiera la mirada de la pantalla de este ordenador. Sabría tallarlo yo misma; podría conservarlo en forma de pequeña figura de arcilla para colocarlo sobre mi mesilla de noche, entre los libros, para contemplarlo justo antes de dormir.


Llamaría a estas “las crónicas de un encierro”. Podría englobar bajo ese título todo lo que he escrito hasta ahora, desde esta habitación y desde cualquier otra. Nunca he escrito serpenteando con la calzada, andando, viendo. Pero dudo que los títulos puedan ser algo más que una mera generalidad, una frase falsa necesaria para la clasificación, y después la venta. Quizás también necesaria para el posterior reconocimiento. “Crónicas de un encierro” es un nombre con gancho, la carpa de un circo bajo la que se esconde un vendaval y algo de arena. Nada más.


Confieso que he sido capaz de hacer agradable la inquietante lejanía desde la cual miro las cosas. Anoche la sentía y también sentí paz. Sucesos desagradables se arremolinaban a mi alrededor: no eran míos. La membrana de mi piel es gruesa como el muro de la fachada de enfrente. Los colores de las manchas del sol no tienen ningún tipo de uniformidad y la calle serpentea debajo. La fachada no repara en la calle y la calle no repara en la fachada. Yo no necesito contemplarlas.


No sería capaz de escribir un poema de amor. Ni sé escribir sobre el amor, ni evito al amor. Desde hace años no tecleo esta palabra, "amor", me resulta fácil hacerlo, se me antoja frívola. Prefiero llamar al amor "calle" o "fachada", o "hueco en un halo de sucesos", "hueco invisible", impoluto a pesar del vendaval de arena que sufre, bajo la gruesa carpa de un circo. No necesito contemplar nada más.

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