sábado, 10 de noviembre de 2012

Aquella mujer vomitó en el metro


Aquella mujer vomitó en el metro
yo lo he visto
y nadie se levantó a ayudarla.
Ni un alma,
ni una sola,
se movió de su asiento.
Solo fuimos dos,
apenas dos personas
las que nos volvimos para mirar qué ocurría.
Meritorio, supongo.
No,
No puedo decir que existiera excusa aquella vez,
la excusa de no haberse enterado.
No existía excusa porque
el vagón entero resoplaba,
jadeaba por ella.
Ella, que estaba en pie.
En pie, digo,
y de espaldas
a mí,
a mi asiento,
a donde yo me encontraba.
Allí tras haber enmudecido al mundo entero al renegar de sus entrañas en un solo segundo.
Y antes había estado también allí y de la misma manera,
también en pie y
aferrada a su barra, a sus puertas de salida
que no se abrían aún,
aferrada y dispuesta 
a marchar.
Y digo que fue entonces,
y solo entonces, 
¡entonces y de repente!
Cuando se escuchó el inconfundible ruido de las jarras de agua al vaciarse,
cuando alguien las vuelca
de golpe.
Toda la furia de la ciudad entera se pudo haber estrellado contra el suelo
y resoplado
y ni aún así.
Así
sucedieron los acontecimientos.
Y yo lo reconozco.
Reconozco también que en un primer momento juré que la bofetada de líquido que había azotado al suelo era agua,
sólo agua,
que de verdad era una botella volcada y nada más y
miré a ver y la miré a ella a ver porque
quise comprobarlo y 
vi
que no,
que nunca existió botella,
ni furia del mundo,
ni agua de ninguna clase.
Que era ella,
era ella la que se palpó la frente,
la que dobló su revista,
y era esa misma revista que hasta el momento había sostenido entre las manos que ya cargaban con toda la indisposición que un cráneo es capaz de apresar,
era la revista empapada,
y ella la que se desabotonó el abrigo
sucio, muy sucio.
Y como si lo hubiera pedido,
fue ella la que impuso el silencio.
Todo ocurrió así.
Los acontecimientos se sucedieron
tan rápido como el silencio se sucede a veces.
Y viajamos en un sepulcro
al que nadie tuvo el valor de mirar
ni de exponer su cara,
ni sus ojos,
ni su piel,
ni su desnudo.
Aun la imagen fue luz en la mente de todos:
ella, claro.
Sus manos se aferraron a la barra para sostenerse
seguramente cabizbaja, para
¿otra embestida quizás?
Era una evidencia,
una evidencia que no requería de pupilas de nadie y
mis sesos fueron asimismo conquistados por el sepulcro.
Sí, mis sesos también,
y contraataqué clavando una flecha de vacío en su espalda 
que subía, que subía y que bajaba,
y la hendí en su pecho,
refugio de tantos suspiros.
En su pecho y en el mío también
que, como si la aniquilara,
sentí la nada conmigo y mi sepulcro.
Pero no llegué a pensar
en ningún momento.
Y se abrieron las puertas
y se presentó su salida
y huyó y 
tambaleante, se prendió de la única mano que quiso socorrerla y era
la salvación,
su salvación.
Un banco.
A través de la grasa de los cristales,
entre las cabelleras de los pasajeros,
se sentó:
piernas abiertas y frente contra el suelo
y sus dedos
me prohibieron verle la cara nunca más.
Nos lo prohibieron a todos.
Y ya se cerraron las puertas,
y se hizo el ruido
Yy los comentarios y las risas y el monótono silencio
que nunca tuvo que ver con ella.
La escena ya se había evaporado,
se desvanecía con aquella mujer
y arrancamos.
Y al arrancar pude pensar y pensé:
“Ojalá alguien la ayude..."
Pero entonces, 
entonces mierda.
Y de verdad que mierda
y que solamente mierda
porque entonces llegó el odio.
El odio al metro y a la gente y a la humanidad entera,
el odio más inmenso.
Odié
y me odié,
me odié y me odio.
Me odié profundamente.

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