viernes, 4 de enero de 2013

Reflexiones, EMT y miércoles


Este relato se corresponde con aquel publicado el jueves, 4 de octubre de 2012. Lo he releído y he caído en la cuenta de que eso de publicar cosas apenas sin repasar no resulta demasiado factible. Creo que "republicaré" bastantes entradas... Va siendo hora de darle una limpieza a este sitio.



Estación de metro Cuatro Caminos, Madrid


Si no corro es porque no se me pierde nada. La gente apura; se mueve empujones y bajo constante peligro de atropello (incluso por sus propios pies). De hecho, una mujer acaba de tropezar por un paso mal dado. En fin, todo por recorrer antes que nadie el tramo que las escaleras mecánicas realizan sin preocuparse siquiera de si transportan o no cuerpo alguno. Es paradójico, pero la curiosidad por el número o la clase de botas, botines, zapatos o zapatillas que las pisan es inexistente. Son escaleras, claro; aunque, asimismo, tampoco los cuerpos se molestan en averiguar ningún nombre ni edad de escalera. Tan siquiera la cantidad de escalones que sobrevuelan. Es una carrera. Una competición que se traduce en llegar antes que el prójimo, por llamarle algo, pero también en llegar antes que uno en particular; el contrincante ya depende de cada cual. El objetivo, aquí sí, es común: no perder el metro. Un metro que podría estar aguardándonos, o un metro que, como es el caso, ya se ha ido.
Yo, como he confesado, no corro. Porque no se me pierde nada. Y, por eso, la gente que, en lugar de ir, venía, ya ha llegado y atraviesa el pasillo que me envuelve, en dirección contraria. Avanzan en sentido opuesto y me observan interrogantes dibujados en sus caras opuestas. Qué gracioso. Al parecer, o andar en lugar de precipitarse no está bien visto o resulta una costumbre poco habitual. Si digo esto es porque, además de ir a paso tranquilo, me entretiene fijarme en cómo cada pupila que instantes antes me observaba (excepto alguna con el típico brillo que la necesidad de calor corporal provoca, que me sigue observando), huye al sentir el contacto con las mías. Casi nunca me brindan la oportunidad de zambullirme ni de interpretar ningún tipo de emoción. Así fuera normal tener corcho bajo los párpados. 

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Resulta que, acompañada de las mismas gacelas que me adelantaron, ya estoy sentada en otro metro. Y sentada en él, literalmente. No en techo, no. Por mucho que me apeteciera probarlo, sería imposible (aunque no quisiera morir sin intentarlo). Me refiero al suelo. Me he ofrecido a encasillarme en el grupo de los que ceden un asiento recientemente estrenado o el que, al menos, tenían la oportunidad de ocupar por hallarse a menos de medio metro de él (mi caso). Los afortunados son el puñado de jubilados (o en edad de estarlo), a los que ni siquiera se les ocurre agradecerle a uno el gesto. La comodidad es el derecho que han adquirido tras obtener la mayoría, en cuestión de años, de tiempo en pie. A veces hay excepciones, claro. De todas formas, no espero ninguna señal.

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Es indescriptible (excepto para uno y consigo) la sensación de transcribir el presente, el presente intrínseco, que nos rodea. Relatar cómo entran dos mujeres porque se han bajado diez hombres y una o dos viejas. Una o dos. Ahora ya no puedo concretarlo. Ni ahora, ni nunca. Se han ido para siempre. Ésta, sumada a la obsesión de aislarse, es una de las manías favoritas del ambiente urbano. También una de las mayores diferencias para con mi ciudad, que, bien pensado, dudo que dé la talla de ciudad. Nadie tenía la suerte o desgracia de desaparecer. Sin quererlo, digamos que el 90% de las caras acababa por revivir ante uno, tarde o temprano. Una y otra vez. Entonces ya significaba que no habían muerto. Pero aquí perecen millones de personas por cada una. Hago el mismo trayecto a diario, ida y vuelta incluso. Y a pesar de ello, no hay caras familiares en este vagón; apostaría a que en ningún otro, más que la del silencio. No pretendo echar culpas, quizá mi memoria sea la única responsable de estas sensaciones. Eso sí, cumpliendo con la regla de la muerte-invisibilidad que me acabo de sacar de la manga, las personas entran desconocidas (desconocerse a uno mismo, entonces, podría resolverse en la muerte absoluta, ¿no?). Y yo soy otra desconocida más. Y la invisibilidad y el individualismo dan a luz al silencio que, cuando es sepulcral, se adueña del metro. Durante mi estancia aquí he podido comprobar que la calidad de sepulcro es adoptada cuando se aprovecha del frío que provoca la vaciedad acomodada en los asientos entre hombre y hombre, mujer y mujer u hombre y mujer, desconocidos. Vamos, en los sitios desocupados. Hasta en el caso del silencio tiene que darse el factor "separación", "a parte", "vacío" o "asiento libre". Es lo mismo. Que le llame cada cual como le parezca.

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Una vez pasada Puerta del Ángel, he llegado a conocer de primera mano la salida de cada estación. Eso no ocurre Puerta del Ángel atrás. Justamente, la voz robotizada de mujer que duerme entre las cuerdas bocales de las vías la está anunciando como próxima parada. La noticia me aportaría lo mismo si no fuera un anuncio. Ignorancia. Puerta del Ángel no es un sitio. Puerta del Ángel es una medida de tiempo. Es la aguja que comparece que llevo la mitad del trayecto recorrido. Nada más. Sólo la superficie de los lugares puede besar al aire; las fosas no debieran ni aspirar a ello. La línea de metro es como una guarida de serpiente o de lombriz, o un hormiguero. Y así como el cielo desconoce el entramado de túneles, la tierra no se imagina la galería del cielo. Me pregunto si los ingenieros se aprovechan de los grandes descubrimientos estructurales de las bestias. Yo, sí. E inconscientes, todos los que esperan conmigo en este tubo de plástico, también. Aunque no a modo de madriguera, uno se acostumbra al negro de las paredes de los corredores (no porque lo sean, sino porque la oscuridad quiso pintarlas así), a arrastrarse por ellas como hacinados en intestinos de gusano, a obcecarse con la luz del final, a olvidar al resto de alimañas que segregan segundos por los poros y a medir el tiempo a partir de paradas que no simbolizan salidas ni llegadas. Como digo, la salvedad es que nadie vive aquí a sabiendas de ello. Como las bestias.

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El metro, a pesar de que se trate de un lugar comunitario y obligatorio, es anhelar su fin. El metro es el tránsito, un trozo de suelo que, al servir de impulso, se auto-convierte en mera superficie de paso. Igual que la vida. Me hubiera gustado no haberme visto nunca movida a simbolizar mis días mediante la red suburbana madrileña. Pero yo sí soy consciente de que eso es lo que han hecho todos estos renglones. Mi vida se está traduciendo al subsuelo al dejar parte de la misma repartida entre el plástico rojizo y sucio de tren de las profundidades, y el retrato de su monótona muerte. Esto es lo que la extrema cantidad de gente crea: retratos de muerte; de muerte y de soledad.
Pero la única manera de abandonar (olvidar) el mal olor físico y psicológico que supura el metro es escalar a la superficie, Juan XXIII, o, lo que es lo mismo, dejar de escribir. Hasta mañana.


Isabel Gómez Rguez

2 comentarios:

  1. Vaya que lo describes todo muy bien Isabel. Un gusto siempre leerte. Saludos desde Los Angeles.

    -Jasp

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