martes, 16 de agosto de 2011

"Y la tierra que ahora ciega mis ojos sólo me deja ver tu sonrisa".

"¿Verdad que parece mentira que cuando tropiezas por fin con el sueño de tu vida, por miedo ciego o sabe Dios por qué, dejas que pase de largo sin mover un dedo para sujetarlo o intentar conseguirlo? Entonces, pobre desdichado, te vas a dar cuenta, con el penúltimo suspiro, que bajar al infierno es muy sencillo. Sólo hace falta querer, haber sido querido y no haberte dado cuenta hasta el fin del camino."


Puede ser que ya sólo quede un poco de arena como lienzo. Como carta para hablar contigo. Como folio arrugado en el que se puedan escribir unas cuantas palabras, envueltas segundos después por una fría lengua de agua que se las lleva, egoísta, para no devolverlas jamás. Y que nadie, ni tú, las vea nunca. Si tan siquiera las robara para llevártelas y si fuera el sobre de mi declaración... una especie de paloma mensajera capaz de surcar el azul de las olas y aguantar, por ti, firmemente la sofocante niebla que duerme sobre edificios. Qué grises son siempre, no sé si los recuerdas. Y la arena, que ya vuelve a lucir lisa y brillante; ya no quedan palabras, sólo huellas, pasos de nadie, tuyos y míos. Salvo los de uno mismo, no se puede saber quién pertenecen. Ni por qué. Ni cuando. Y a veces, ni siquiera nosotros dos lo sabemos. Qué gris es hoy la lluvia ¿allí lo es? Y qué tonta, parece que aún no se ha rendido en su lucha por mojar la mar ¿Me rendiría yo? ¿Cómo voy a luchar si no lograré nunca atisbar dónde termina? Y sin embargo, a día de hoy continúo sentándome para mirar; escribirte a veces una de esas cartas invisibles para ti, pero tan evidentes para mí. 
A mí sí que me moja la lluvia. Y me aplasta la niebla. A mí me duelen los picos de las gaviotas, cormoranes y araos. A mí me llevan las olas cuando me tocan. A mí me muerde la arena. 
Me has dejado gris.

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